Supuesto retrato de Colón realizado por Sebastiano del Piombo
Conocía a Ezequías Blanco en su faceta poética por su último poemario, Tierra de luz blanda (Los Libros del Mississippi, 2020), pero ahora que lo he descubierto también como narrador puedo afirmar, sin lugar a dudas, que nos encontramos ante un escritor verdaderamente polifacético.
Su novela más reciente, Nuevas nuevas sobre Colón, publicada por Isla de Delos y definida por el propio autor como «novela histriónica», da una vuelta de tuerca a los sucesos en torno al descubrimiento de América por parte de Cristóbal Colón. El narrador ofrece una perspectiva ficticia única, divertida, originalísima, jugando con la mezcla entre elementos históricos y otros propios de la modernidad, algo que también se observa en el léxico, muy influido por la tradición y en el que los golpes de humor surgen con las incursiones de expresiones contemporáneas. Lo mismo ocurre con las referencias culturales, como cuando se menciona que a los hermanos Pinzón les cabreaba que les cantaran la famosa canción.
Cubierta de la obra publicada en Isla de Delos
De algún modo, el autor baja a Colón de su pedestal y lo convierte en un ser de carne y hueso, risible a veces, y entrañable. Lo hace a través de un estilo narrativo ágil y ameno, impecable en su elaboración, con matices cervantinos en algunos momentos en los que afloran el humor y la ironía. Incluso el propio prólogo podría calificarse de cervantino, puesto que, en él, Ezequías Blanco atribuye el texto a un ficticio «Santiago del Valle», «del que no ha encontrado referencia alguna a pesar de haberla buscado con ahínco», del mismo modo que Cervantes atribuyó El Quijote a un supuesto historiador arábigo llamado Cide Hamete Benengeli.
En síntesis: nos encontramos ante un libro profundamente ingenioso desde su primer capítulo, «El huevo de Colón», que fue el relato original a partir del cual surgió todo. Como nota personal, he de señalar que uno de los detalles más histriónicos ha sido, para mí, la divertida elección de los nombres de algunos personajes: «Perfumemarchito», «la marquesa de Peloenpecho», «Naboencinta», «Enlaesquinahayparcheo», etc.
Ven conmigo a la fiesta de las fechas de caducidad.
Los dos libros de Chamorro publicados en Hiperión (“Liberalismo político” y “Teoría de la justicia”) coinciden en el juego con diversas tipologías textuales. En el caso de “Liberalismo” el autor se apoya en el libro homónimo del filósofo estadounidense John Rawls para abordar una serie de temas a través de la experiencia poetizada. Las relaciones no son siempre de tesis-ejemplo, sino que las tensiones creadas por Chamorro entre los títulos (una suerte de epígrafes ensayísticos) y los poemas suelen tender a la contradicción, la ironía o un humor descreído y lúcido. Inevitablemente esta propuesta nos lleva a reflexionar sobre el valor de la poesía como ficción, un ejercicio entre el fingimiento y lo autobiográfico (si es que ambas cosas no son la misma).
En los textos de Chamorro se critican los sistemas de producción atendiendo a sus efectos alienantes sobre el carácter del trabajador (“pero el whisky llega tan al fondo / que agarras el vaso como si fuese tu padre muerto”). Así el individuo fracasa al buscar su identidad en el trabajo o en el consumo y solo se topa con siglas, facturas y otros textos que amarillean velozmente. Detrás del poema se atisba un relato de aprendizaje; detrás de las limitaciones materiales, una suerte de educación sentimental (“Bilbao, Roma, Berlín, Madrid, Valencia, Sevilla, quizá fue por eso, por no agotar / el dinero por no ir a verte, quizás fue por eso”). Como se ve, los recursos económicos aparecen como obstáculos para el amor, al igual que la distancia, que al fin y al cabo se salva mediante la adquisición (así lo comprobamos en el siguiente fragmento de «6. La idea de una sociedad bien ordenada»).
Soy un hombre bueno y quiero viajar gratis, debería bastar.
Soy un hombre pobre y quiero viajar gratis, debería bastar.
Así todos querrán ser buenos, para viajar gratis, así es como la paz descenderá sobre el mundo, así es como los hombres volverán a los universales.
Recemos por las compañías de bajo coste, recemos por las organizaciones humanas que nos permitirán visitar el mundo.
Llegar existe.
La segunda de las tres “Conferencias” (o capítulos) que estructuran el libro, “Las facultades de los ciudadanos y su representación”, plantea cómo la tecnología y las ofertas interfieren en la vida y, junto a los momentos más íntimos, construyen una iconografía personal entre la sensación de atropellada libertad y la impotencia. En estas condiciones el poema (o la vida) se escribe ya no en ratos libres, sino en instantes que pertenecen a la propia jornada de trabajo o consumo (“En la medida en que apropiarse de las cosas / es el primer síntoma que provoca su pérdida / llegué a la conclusión de que soy un animal / de fábrica”). El precariado es una escuela de participación en el mundo y “La soledad es el perfil donde todo se reconoce”; mientras de fondo ondea el origen como otro de los temas fundamentales: la familia, la necesidad de autonomía, el alejamiento y el regreso, la inmovilidad y la frustración (“Qué hago aquí, / te preguntarás, / otro whisky, mayo, en cualquier pueblo de Extremadura”). No obstante, también hay lugar para ese humor perspicaz y derrotado del que hablábamos al comienzo (véanse los siguientes versos de «8. Psicología moral: filosófica, no psicológica»).
Has invitado a todos, por qué a mí no, Pablo, no lo entiendo, me gusta El Hormiguero, lo veré incluso cuando esté muerto.
Tampoco el Gran Wyoming me ha invitado al Intermedio, será que no estoy a la altura, será que mis libros podrían no gustar, es un programa al que van tipos inteligentes y con trayectoria, pero me da pena, me gustaría asistir algún día, sí, me encantaría.
Será que detestan la poesía, a los poetas, será que no somos dignos de sus programas.
La última de las conferencias (“Constructivismo político”) parte del enfrentamiento del texto digital y de las opciones de búsqueda dentro de una oferta aparentemente diversificada (“confié en que jamás mentirían quienes alguna vez se comprometieron con la verdad”). Este problema alberga una pregunta radical: ¿cómo conocer las cosas en sí mismas, lo que son, objetivamente, sin tener en cuenta su relación con aquello que las rodea, con el mercado, con el consumo, con sus fechas de caducidad?
Nos persigue la patria, pertenecer. Los nombres, nos persiguen los nombres. La oferta que nos obligó a gastar cuanto nos quedaba para cenar a las afueras.
De todo cuanto amé queda hoy un idioma de animales.
Dejé de escribir mi nombre en los partes de trabajo tal y como indicó el nuevo encargado.
Fragmento de 7. ¿Cuándo existen las razones objetivas, en término políticos?
Ya pasó la noche pero el cielo sigue demostrando su altura
Acercarse a la poesía de Mercedes Halfon supone constatar estas palabras del prólogo de Lámparas ideales (a cargo de Luis Chaves): “nos muestra todos esos momentos de la vida hechos para desvanecerse”. Esa actitud contemplativa se hace evidente en los primeros poemas del libro: una suerte de movimientos perezosos con las pantuflas calzadas, el índice señalando lo poético en lo cotidiano y “el papel de un alfajor arrastrado por el viento” como la inolvidable bolsa de American Beauty. Pronto se descubre que esa preferencia por lo volátil no solo es de tipo espiritual, sino que viene marcada por cierta marginalidad en las condiciones materiales (“Estoy fumando nafta con una amiga”). Se revela entonces la impotencia frente a una realidad llamada a la extinción y cuya única migaja será la lejanía del recuerdo (“Agarrar viene de garra”). Esta clarividencia que otorga la certeza de la muerte viene acompañada en algunas ocasiones de temas recurrentes (la soledad o la noche) y en otras de motivos místicos (el alimento, la naturaleza) que son el preludio de la ascensión.
¿Será que cavilabas en la barra de aquel bar con la copa medio tibia que dejaste para ir a caminar por pasillos espejados aferrada a la idea de los días que iban a caer?
No dudabas El viento empujó tu cuerpo como una ceniza.
Fotos de tu casa con los muebles cambiando de lugar
Suceden a estos poemas otros de impresiones fugaces y las resacas de varias desapariciones, pero también hay lugar para la ironía y un particular humor (“Una lámpara para ver situaciones no ideales”) a veces extensible a los lenguajes reales o aparentes (“Volvimos a la escena del crimen”). La casa es un lugar (casi un cuerpo) en “Lámparas ideales”, un espacio que en algún poema (como el que se reproduce a continuación) recuerda a aquellas palabras de Duras: “La casa, esta casa, se convirtió en la casa de la escritura”.
Donde están las plantas y el sol pero insiste en entrar donde escribo en penumbras y no quiero ser molestada por primera vez en mi vida tengo un lugar un poco sucio donde vengo a pensar en mis cosas puedo fumar sin que esto sea un problema para nadie es una casa bella pero descuidada, pienso en la casa como un sustantivo una casa es un sustantivo mucho mejor que decir casa bella es decir casa mejor que decir luminosa es decir luz.
Me parece que el gato debe quedarse afuera
Esta idea de lo corpóreo se desarrolla especialmente en un segundo y breve capítulo a modo de epílogo (“Ritcher”), donde la casa antes nombrada se vuelve un órgano trémulo, entre el desperezo y el seísmo, y ese temblor primigenio se extiende, pasando por el vuelo de una mosca o la idea de fin, hasta llegar al estatismo de los árboles como forma de ataraxia. No obstante, como bien avisa el prólogo, la conciencia de la temporalidad, de cómo el tiempo es capaz de construir antípodas a partir de posiciones idénticas, es el elemento transversal del libro (“Nuestro pin up”). Aquí es donde la mirada de la poeta se detiene en la ligereza natural y en sus cualidades plásticas, en detales mínimos y en alusiones veladas al propio proceso de escritura (“Escuela de surf” y “Estaba en el aire pero”).
El último poemario de Alberto Guirao forma parte de esa generación de libros que vieron la luz en el fatídico 2020 y que todavía no han podido tener una buena presentación en sociedad, a pesar de estar publicado nada menos que con Hiperión. Alberto Guirao, que estudió conmigo Periodismo en la Carlos III y al que la carrera le sirvió para lo mismo que a mí –sacarse unas oposiciones y convertirse en profesor de instituto de Lengua y Literatura–, va por la vida con un aire muy curioso de eterno despiste, de pasar por allí casi por casualidad, de escribir poesía como quien se pone a cocinar bizcochos. Es solo una fachada, porque, en realidad, Alberto sabe lo que hace y cómo lo hace; detrás de cada uno de sus poemas hay una cuidadísima elaboración y un auténtico arsenal de lecturas.
Y así, a lo tonto, ya es autor de tres poemarios premiados: Ascensores, que obtuvo el II Premio de Poesía Marcos R. Pavón; Los días mejor pensados, galardonado con el XII Premio Nacional de Poesía Joven Félix Grande, y el más reciente, Ulises X, Premio “Valencia Nova” de la Institució Alfons El Magnànim.
Cubierta del libro, con ilustración de Candela Sierra.
Siguiendo la estela de sus libros anteriores, el nuevo libro se plantea en torno a dos ejes principales: el viaje y la búsqueda de la propia identidad. El propio autor confiesa en una nota final que el poemario fue “gestado como una larga novela”. También en cuanto a narratividad, porque puede entenderse como una historia dividida en tres secciones: “Casilina” –que hace referencia a una estación de Roma–, “Madrid” y, de nuevo, “Casilina”. En cuanto a la voz lírica, es una suerte de Ulises posmoderno embarcado en una Odisea contemporánea que mezcla personajes mitológicos y literarios clásicos – Calisto, Ulises, Penélope, Pantóono, Eumeo, Demódoco, Palas Atenea, Dido, el Cíclope y las sirenas…– con elementos de la modernidad como apps, emojis o merchandising –¡incluso aparece el Happy Meal!–. “Volverá al origen de la épica: ese amante del banner en el que nunca clicamos”. Parte del encanto del libro se corresponde con esa atrevida combinación, que se refleja muy bien en los siguientes versos, en los que incluso introduce un homenaje a Lorca:
“Mientras tanto, zapear: el Cíclope presenta “Bureaucrazy, aquel survival show en el que huele a gato laminado con esa sintonía escurridiza Hay un dolor de huecos por el aire por el aire por el aire”
Federico no es el único escritor que circula por entre las páginas. También están Eugenio Montale y Raymond Carver, a quien dedica un homenaje en “Carver en Conciliazione”. Y Cesare Pavese, cuyo verso más famoso –“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”– parodia: “Vendrá la alarma y no tendrán / mi carné de identidad”. El libro está plagado de intertextualidades y de reflexiones bañadas de humor y de ironía muy al estilo de la Generación del 50: “el héroe bien acepta una pedrada a cambio de quedarse en el altar”. También se percibe una influencia del género aforístico: “Lo peor del vaso bebido hace tanto: no evocar siquiera la sed de quien evitablemente abandono”, “La mudanza está prevista en el modelo familiar”.
La familia, la herencia familiar, es de hecho un tema fundamental en su poemario anterior, Los días mejor pensados, que continúa muy presente en éste. Representa la solidez frente a lo transitorio, lo efímero del viaje. El sujeto lírico da la impresión de encontrarse siempre en movimiento: “Inaugural compromiso social: escribir poemas en aviones, sobre aviones y por la marcha abismal del provinciano. / ¿Será el exilio un agosto madrugando?”. Aviones, estaciones, mudanzas, son una constante del poemario. Se mezclan con emociones como el miedo, el amor, la incertidumbre o el arrepentimiento. Y la desorientación tan propia de la juventud. Entre las ciudades mencionadas, cobran protagonismo Madrid, donde el poeta reside actualmente, y Roma, donde comenzó a escribir la obra. Y también se plantea el regreso, la idea de patria, de hogar: “Lejana / y brumosa Ítaca Dudosos / poema o patria / a los que solo los fatuos / queremos aún regresar”.
El sujeto lírico experimenta todos estos cambios y transiciones con una suerte de ingenuidad primigenia que no se pierde: “Alguien acaba de olvidarse de sí mismo en un sentido irreversible. ¿Le esperan en la sombra de las llamadas nocturnas? ¿Han venido a por él emisarios de aquel tiempo? / Me gustaría continuar ignorando muchas cosas que ahora ignoro”. Surge, de un modo simbólico y repetido, la idea de la ceguera, de la invidencia.
Al final, el viaje también agota al héroe lírico, igual que en su día a Ulises: “La nostalgia goteaba por tu frente En un sobre llegaron tus amigos posando sin ti”. Y termina concluyendo:
“Como todos, puede / que hayamos sido felices al aterrizar y que / estas sean nuestras únicas certezas: / Algo ocurre entre ir y volver / y a casi nadie se le puede exigir / un correcto dominio del lamento”.
Los poemas están escritos en versículo, en su mayoría, y producen una impresión burbujeante: van brotando los versos, expandiéndose, fluyendo, igual que una mancha de tinta que va creciendo lenta pero inexorablemente. Lo consigue el autor mediante las repeticiones que ralentizan el ritmo, que remiten a un mismo eje, y con la supresión de los signos de puntuación, que compensa esa ralentización. Se trata de una poesía compleja, elaborada, que exige una lectura profunda para poder abarcar todo –o casi todo– lo que ofrece al lector. Un libro, en síntesis, muy recomendable, de un autor que ya ha logrado un hueco entre los poetas de su –de nuestra– generación.
Quien entra con los ojos abiertos en la noche, también encuentra algo que no le pertenece
“Este mar al final de los espejos” es el cuarto y último poemario (hasta la fecha) de Marina Casado, merecedora del Premio Carmen Conde de Poesía 2020 (que publica Torremozas). Desde «Mi nombre de agua» (Ediciones de la Torre, 2016) y «De las horas sin sol» (Huerga y Fierro, 2019), la voz de la autora ha evolucionado constante y paciente y eso se percibe en la perduración de ciertas obsesiones que ya eran recurrentes en sus anteriores obras. Entre estos motivos destaca el mar como escenario atemporal e identitario. Así los comprobamos en el poema “Espejo para tarde sin cuerpo”, que se reproduce a continuación:
La orilla es el cristal donde ordenar el nombre de las nubes y mirarlas despacio sin herirnos las córneas. Late el ocaso igual que un corazón absorto. La orilla es el reflejo, también, de nuestra ausencia. Si pudiera volver para decirte que el mar está vacío ahora sin tu cuerpo.
Las mismas obsesiones, sí, pero desde una voz que guarda mejor la distancia con respecto a los temas y que demuestra control sobre los clichés, dotada de mayor experiencia y que conserva una musicalidad intuitiva e identificable. Quiero entrever en sus páginas algunos ecos de su formación periodística: la precisión en la palabra y también la construcción de algunos poemas-crónicas, donde se reviven acontecimientos vinculados a los referentes culturales que, de alguna manera, han configurado la educación sentimental de la poeta. La siguiente estrofa de su poema «John Lennon» da buena muestra de ello y también del empleo de la ironía, un recurso que se adivina a la vez crítico y liberador para la escritora:
En aquel desdichado día, un hombre con los ojos de iceberg escondido al final de la mañana vendió su libertad por un revólver, contribuyó de forma refinada a incrementar el santoral de las causas perdida y ganadas, cultivó la semilla de muchos conciertos, inspiró a los diseñadores de camisetas y arremetió una seria puñalada sobre el azul abdomen de la Historia.
Otros elementos transversales en el libro son las anécdotas o pequeñas tramas: un flirteo narrativo en poemas como “El amor”, composición larga que sostiene su temperatura de ensoñación sobre las flores, la lluvia, el mediodía, los noviembresy la invocación de la nostalgia: (Y era triste buscar / las palabras precisas / para que se marchara). También es recurrente en el libro la pulsión vida-muerte, manifestada a menudo en lo erótico, pero nunca exenta de otras tensiones habituales en Casado (el deseo y el miedo, lo eterno y el paso de las estaciones, el sueño y la realidad) y que hacen de su poesía una invitación al vasto mundo de la imaginación de la poeta. Léanse a este respecto lo siguientes versos de “Los gritos caídos”:
Tengo un amor como tengo la noche, de esa forma compleja y olvidada en que se desatan las espigas. Tengo un nombre al borde de la boca y tengo un miedo tenaz a pronunciarlo sin llenarme la sangre de septiembres. (Septiembre a veces se confunde con un acantilado).
Muchos poemas de Casado abordan la temática amorosa y, más allá de ciertas imágenes románticas tomadas del cine o de la literatura contemporánea, cobran fuerza gracias a un tú lírico al que se dirige la confesión y que aparece en textos como “Para escapar a no importa dónde”. Asistimos a la convivencia con este destinatario en escenarios urbanos no siempre placenteros: Madrid es el lugar del poemario («Madrid»), pero asoman del mismo modo Roma («Ya no hay gatos en Roma») o Granada («Paseo de los tristes»). Este último poema arranca con un bellísimo verso: Aquí tu sonrisa se parece a la muerte.
A lo largo del libro, la autora remite a lecturas de Pizarnik, Caballero Bonald y Gimferrer. No obstante, sigue estando muy presente en Casado la herencia de los poetas del 27 (especialmente de Cernuda y Alberti), tanto a nivel temático como en esa forma de hilvanar imágenes tan acorde con la tradición surrealista: El año en que llegaste, / soñar se parecía a un frágil pasatiempo (de «El largo, cálido verano»). En definitiva, nos encontramos con un poemario que hay que leer porque seguramente es el mejor de la autora (por ahora) y confirma una carrera lírica que se adivina prolífica y muy interesante.
no hay nada más hermoso que ser frágil en un mundo infinito.
Que una lectura comience con la palabra “Imaginemos” es una buena señal porque está invitando a un ejercicio colectivo y también porque nos recuerda la condición de fingidor del poeta y esa suerte de préstamo que constituye toda escritura. Rivero subraya esto último con una cita de Si Kongtu: “Todas las formas prestadas son absurdas”. Así el lema del libro bien podría estar contenido en estas palabras de su autor: “abrir el lenguaje, el cuerpo y la memoria al tacto breve y súbito de la imaginación”.
En “Las hogueras azules” la poesía es un acto de fe: creer en lo cotidiano para rodear el territorio de lo inefable, pausar el momento de la respiración para recibir la presencia del mundo. Los primeros poemas son breves y contundentes e invitan a un silencio reflexivo que entronca el poemario con la mejor tradición poética oriental, aquella que guarda un hondo fondo metafísico detrás de una expresión aparentemente sencilla. La meditación es el método y el conocimiento consiste en intuir la propia ignorancia ( “Otoño. Amo”). Se suceden poemas efímeros de gran plasticidad, contenidos movimientos y contrastes de color y forma (“Ceden las hojas,”), poemas que buscan a menudo la disolución de la conciencia en la naturaleza, donde luz y agua iluminan igual e igualmente arrastran la imperfección limando el espíritu (“Con lentitud”). Igual que en la poesía de Basho, en la de Rivero se intuye un viaje, aunque en su caso es más bien el mundo el que se desplaza alrededor del observador.
Otoño. Amo la claridad, la tarde extensa, el primer frío.
Bajo el cielo hay mil pájaros cuyo nombre no sé.
Paradógicamente, es probable que el lector se detenga más tiempo en aquellas composiciones cortísimas (“Aún sigo aquí”, por ejemplo), en las que la ambigüedad le da el relevo al lector porque en ellas todo es insinuación de una belleza sutil e intuitiva (“Tabula rasa”). Así ocurre en la mayoría de poemas del capítulo “Primavera y verano” (“Brusca blancura”, por ejemplo), una parte que cierra con estos versos maravillosos: “si el espacio es un músculo / que jamás se destensa / y hemos sido felices / mientras se extinguía todo; / bajo una sombra u otra, / separados o no”.
Brusca blancura de las casas del pueblo.
De las grietas más hondas brotan los árboles.
La tercera parte del libro (“Haibun”) consta de varias prosas que desarrollan una suerte de origen de la poética de Rivero; mientras que el epígrafe cuarto (“Poemas para ser pintados”) invita a leer el que seguramente sea uno de los mejores textos del libro: “Poemas para un biombo sobre la tristeza”, que contiene algunos versos geniales como estos: “Raras veces el tiempo / se ha dejado tocar el corazón. / / Somos la mano que intenta tocarlo”. Y ya casi al final del poemario encontramos otro conjunto de poemas (“Poemas para una fuente”) que abordan la relación con el lenguaje, un tema transversal en el libro, junto con la literatura. La voz lírica se ha aproximado al término de la lengua, allí donde la poesía acomete una investigación que bien puede extraviarla en meras recreaciones (“se desvía del camino, avanza y da / con la pared de la simulación”) o revivir al calor de una cabaña, consumirse lentamente en sus hogueras azules para más tarde resurgir con una voz nueva y propia.
Portada de Este mar al final de los espejos Premio Carmen Conde de Poesía 2020 por Marina Casado.
Uno tiene derecho a inquietarse cuando se presentan la tendencia y el estudio como dogmas, cuando hay floritura y circunloquio en cada bocanada crítica y reiterada hasta la exasperación; mas también puede suceder que este circunspecto ejercicio de análisis sea el mejor camino para describir lo verdadero e inapelable: Marina Casado, autora de la presente magna maravilla, tríptico de tres ventanas espejadas, es una promesa de la poesía española y, por qué no, madrileña. Por suerte, —la mía— con el merecido XXXVII Premio «Carmen Conde» de Poesía de Mujeres, no solo yo parezco estar convencido de ello y mi voz no quedará silenciada bajo un sesgo por todos conocido.
Este mar al final de los espejos, publicado por la editorial Torremozas, es el paso siguiente —quizá el definitivo— que convierte a nuestra autora en la “poeta futura” a quien Luis Cernuda dirigió su verbo en su etapa más introspectiva. Admiradora confesa del alma de Ocnos —y de otros nombres de la Generación del 27— Marina parece adentrarse en este mar de olas ora plácidas, ora procelosas: la memoria, a través de un sendero de tres espejos que conecta hondamente con la prosa cernudiana. Con la suficiente inquietud, mas no con gran esfuerzo, uno puede entrever las diferencias y paralelismos entre la obra que nos atañe y “Escrito en el agua”, texto fundamental de Cernuda y esqueleto de la presente tesis.
Desde niño, tan lejos como vaya mi recuerdo, he buscado siempre lo que no cambia, he deseado la eternidad. […] Pero terminó la niñez y caí en el mundo.
Luis Cernuda. Escrito en el agua. Ocnos.
Así, introduciendo el primer espejo o “El hueco”, con el poema “Cernuda y las flores”, la poeta nos da pista y se pregunta por “el enigma de aquello que cambió sin percatarme”, por el cambio imperceptible que fina abrupta y estentóreamente con el fin de la infancia, la inocencia; con la erupción de los males ocultos del mundo: las ausencias. El hilo de luz, el recuerdo que aún pervive, es la constante nostalgia que recorre la sangre de los peces de este océano poético que comparte Marina con el poeta de la calle Aire. “Siento en mi mano todavía/ la sombra de su mano,/ regalándome, como entonces,/ toda la luz”se puede leer en el poema “Toda la luz”. “Por eso ahora, solo ahora, podríamos saber/ que somos en el fondo y desde las entrañas/ adolescentes muertos”termina el poema “Así es como se mueren los adolescentes”. En esta línea, rodando último por este primer espejo, el verano cuyas sensaciones se consumen en el oropel de polvo o baúl de lo vivo lejano. Y advierte la poeta “ya el recuerdo se aleja en sus dos ruedas,/ llevándose consigo aquel otro calor/ que no volvió después del último verano” en el poema “Las bicicletas son para el verano”.
Ya en el segundo espejo o “La herida” todavía se atisba, al comienzo, como ceniza del incendio anterior, este anhelo de recuperar la unidad íntima del primer pasado. En “El baile de los decapitados” podemos leer: “Si ahora regresaras al País de las Maravillas encontrarías que todo está allí marchito. Sus habitantes no resistieron el invierno que sobrevino al final de tu adolescencia.”. Como tejas imbricadas o naipes en una mano, las secciones de este libro no son estancas, se influyen unas a otras. Como si del objeto real se tratase, los espejos reflejan y funden, en todos los espacios, los misterios y sensaciones de la voz lírica.
[…] Entonces me poseía el delirio del amor […] Si había descubierto el secreto de la eternidad, si yo poesía la eternidad en mi espíritu, ¿qué me importaba lo demás?
Luis Cernuda. Escrito en el agua. Ocnos.
Pero hay una esperanza que, después de brillar, se mantiene en el cielo: el amor. Marina, al igual que Cernuda, deja espacio al logro de la inmortalidad momentánea a través de la evasión amorosa como razón con que cubrir el hueco, aún humeante, entre los huesos. “Hay que desenroscar este silencio/ y hacerlo melodía, sangre de páginas, timón./ Hay que pintar el hueco de algas entintadas, de colores cambiantes.”se lee en “Invitación al Triángulo de las Bermudas” que enlaza perfectamente con el siguiente poema, “Para escapar a no importa dónde”: “Este traje vacío, en fin, mi vida hueca,/ son las certeras servidumbres que te otorgo para escapar a no importa dónde.”, último texto de esta segunda sección y que sirve de puente colgante hacia la tercera.
La poesía es para mí estar junto a quien amo.
Luis Cernuda.
Portada de Ocnos por Luis Cernuda.
No es casual que la autora elija la cita anterior como subtítulo del ulterior espejo o “La poesía”, pues la inquietud y cavilación sobre el significado de la voluntad amorosa, que ha ido despuntando como brotes a lo largo de la sección anterior, ahora, tras esta puerta y con esta llave, florece con un esplendor primaveral. No puedo, por más que anule obviedad y pudor, sentir bullir el rubor por las mejillas cuando reconozco el tiempo, espacio y detalles que rodean a cada composición, como el ser verdaderamente privilegiado que soy. La poeta rememora, porque la ausencia es un sujeto físico que atenaza, ase y no aleja: “He invadido los bosques de tu ausencia/solo por un instante”, mas concluye victoriosa: Mi voz es alta y soñolienta igual que las espigas/ y te grita en silencio” en el poema “Los gritos caídos”. Bajo el yugo del espacio vacuo, Marina contrapone el anhelo de fuga anterior con el esplendor de descubrirse, en el presente, con el ser amado, en otro lugar más dichoso. “Dime que el tiempo es uno y nosotros, un mundo;/ despiértame.» Las quimeras oníricas han desaparecido y, en su lugar, se elevan los concretos espacios, las urbes, con nombre y apellidos, que la poeta transita y parece explorar, por vez primera acompañada, como si la imagen llegara tras una ceguera letárgica cuyos ojos solo el amor pudiera iluminar. La ciudad de Madrid se dibuja, sin límites espaciales y temporales, como la esencia de la historia misma, en el poema “Madrid”: “He escuchado la risa de Madrid/ espontánea y desnuda/ como una greguería/ de Gómez de la Serna.»Los corazones de Granada laten en el poema “Paseo de los tristes”: “La vida termina/ al borde de tu boca.”.Y la ciudad de Roma tiene el regusto del estío que creíamos haber abandonado, de forma pesimista, en la frontera de las olas reflectantes. Roma tiene y contiene esperanza en el poema “Ya no hay gatos en Roma”: “El amor en los labios, una canción de Battiato/ que no llenaba la soledad de aquel paisaje”.
Yo no existo ni aun ahora, que como una sombra me arrastro entre el delirio de sombras, respirando estas palabras desalentadas, testimonio (¿de quién y para quién?) absurdo de mi existencia.
Luis Cernuda. Escrito en el agua. Ocnos.
Y he aquí la bifurcación y el valor de la poeta. Si Luis Cernuda terminaba su “Escrito en el agua” descendiendo a la sombra entre las sombras, tras entender que del árbol enamorado solo hojas secas podría ver morir; entonces, Marina, con su poema “Legado”, como voz entre las voces, se hace escuchar y comprende, solemnemente, que: “somos todos los muertos/ que nos amaron”,que hay vacíos, es verdad, pero también huellas indelebles que el amor propicia. La poeta de Este mar al final de los espejos alcanza la cresta de la marea y escribe sobre la nieve, que sigue siendo agua, pero más cuajada y menos efímera; para dejar su palabra donde el verbo aún permanece, un instante más, y madura.
En 1815, tras su derrota final en Waterloo contra los británicos, Napoleón Bonaparte fue encarcelado y desterrado a la isla de Santa Elena, situada en el océano Atlántico. Allí pasó más de cinco años, hasta 1821, cuando murió a los 51, terminando así una vida plagada de aventuras, ambiciones, éxitos y derrotas.
Este año, el ampliamente galardonado escritor Javier de la Rosa (Tenerife, 1949) ha publicado con Los Libros del Mississippi la novela El emperador en Santa Elena, con ilustraciones de Charo Panero. De la Rosa se pone en la piel de Napoleón en aquellos últimos años de destierro y, a través de un estilo lírico e intimista, despliega un conjunto de capítulos que muestran lo que pudo haber sido el discurrir de los pensamientos del hombre que llegó a autoproclamarse “emperador de los franceses”.
El autor demuestra un dominio de los acontecimientos de la biografía napoleónica y de la Historia, en general: por las páginas de la novela deambulan nombres y sucesos anclados a sus recuerdos. Pero a la vez construye un Napoleón propio, sensible y reflexivo, para quien el amor se eleva por encima del resto de avatares vitales: “Mi niñez en la bruma… Mi Imperio en las brumas… Solo el amor”. De este modo, rememora en soledad a las mujeres que amó: Josefina, Laura Permond, María Walewska, Paulina, Desiré, María Luisa de Austria…
A medida que vamos avanzando en la lectura, en determinados momentos nos percatamos de que el inmenso lirismo que impregna sus páginas convierte la novela en una larga prosa poética con multitud de recursos propios de la poesía, cuajada de ritmo. Qué mejor forma de demostrarlo que citando uno de los pasajes más emotivos:
«Soñé contigo, Desiré, llamo a tu nombre y me significo en ti y mis labios se aprietan y besan los tuyos en este sueño; hoy comienza nuestra historia, este amor entre los destellos de mi corazón marchito y te pienso dorada en la espesura del Bois de Boulogne y te abrazo en el encuentro de los mensajes de nuestras manos que se esfuerzan en ver su ceguera. Amor mío,… Dónde estás, si vives, dime dónde entre los fuegos y los juegos de las reyertas de las estrellas, estás tú. Se acerca el viento a la nave de mi desventura y me salpica la sangre blanca del mar, estoy describiéndote en estas líneas en mi memoria que reverdece en tu mirada y brota en el manantío de tu frente.«
El escritor Julián Sancha (Fotografía: José Félix Sánchez)
Hoy hablamos con Julián Sancha (Cádiz, 1988), autor del libro de relatos Siluetas, publicado el año pasado por Ediciones en Huida. El éxito de acogida fue tal que celebramos ahora la aparición de la segunda edición en la misma editorial, que incorpora un prólogo de mi autoría.
En Siluetas, Julián Sancha disecciona concienzudamente su universo a través del filtro sereno del observador, con la luz sugestiva y crepuscular del poeta. Reflexiona desde la distancia, pero sin alejarse del tiempo que le ha tocado vivir. Entre una variada serie de cuestiones –la familia, la muerte, la incertidumbre–, se alzan dos grandes temas universales: el amor y la literatura. El primero no podría entenderse sin el segundo y viceversa. Las “siluetas” se desarrollan en esa dimensión invisible entre realidad e irrealidad a la que no alcanza la linterna de la razón.
Julián es doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Cádiz y ha vivido en varios países. Ha publicado muestras de su obra narrativa y poética en diversas antologías y revistas, como Maremágnum y Cuadernos de Humo. Este año, ha resultado finalista en el Premio de Poesía Valparaíso.
Cubierta de la obra publicada en Ediciones en Huida
Marina – ¿Cómo surgió Siluetas?
Julián – Siluetas surgió, como todo lo mejor de este mundo, en una borrachera en Lisboa. Realmente ahí se concretó (sobre todo su título), pero ya había cobrado espacio en mi mente mucho antes. En el año 2018, cuando me hallaba en una estancia en Madrid para recolectar corpus de mi tesis doctoral, una noche de fiebre me sirvió para entender que el libro no sería libro hasta que compilara una serie de cuentos y reflexiones o textos de corte más ensayístico que pudieran orbitar en torno a un mismo «enigma existencial». En el libro están los que consideré mejores a lo largo de los últimos años de escritura. Empecé a escribir cuentos con ocho años (todos llenos de faltas de ortografía pero con una imaginación que ahora envidiaría). Todavía los conservo, junto a poemas y algunas cuartillas con purpurina (cosas de la infancia que ya nunca volverán en la era digital…). Por eso siempre digo que yo no «escribí un libro», ni me gusta apodarme (o que me apoden) como «escritor», «poeta», «cuentista»… Creo que el etiquetado, excepto en los alimentos del súper, sirven para empobrecer la única herramienta que tenemos para embellecernos, la única que sirve para hacer más grande nuestros gestos y nuestras gestas más allá de nuestra condición fisiológica como humanos. Por tanto, simplemente escribo. Elegí «escribir» (también dibujaba cuando era pequeño, o inventaba «juegos»…), pero lo que me fascinó desde mis más tiernos años es el fenómeno de la «creación» en sí como concepto. Me abruma todavía entender cómo funciona todo esto, el proceso creativo, en definitiva, el cómo uno súbitamente sale de la nada con el coraje para afrontar y componer Let it be o escribir el Quijote, por ejemplo. Lo que intenté siempre con los cuentos y con todo lo que escribo, me parece, es acercarme a esa «pregunta» detrás de todo lo creado: ¿qué es, dónde está y por qué existe? ¿Por qué iba a ser yo más real que el personaje de una novela o la persona sobre la que alguien me contó algo y no conozco? Además, el creador es el que menos importa, aunque tenga su propia vida y unas condiciones concretas y materiales que lo conducen a «hacer» eso con sus manos y su mente; en realidad, la obra, cualquiera, se trate de un cuadro o un libro, siempre cobra sentido a través del que lo recibe y lo interpreta. Por ello, me parece, en Siluetas hay mucho de esa obsesión por acercarse a la génesis de la creación, al juego constante con la metaliteratura… Si alguna persona comparte esta misma obsesión o se hace estas preguntas, creo que se identificará con el libro, que en realidad ya no es «mío», sino de cualquiera que lo lea.
M – ¿Cómo es la estructura de la obra?
J – Es un libro híbrido: de un lado, la primera parte, la principal, son las «siluetas», que así vienen numeradas consecutivamente y aparecen en un índice final, que son los cuentos; de otro lado, la segunda parte son pequeños textos más ensayísticos que van engarzándose e intermezclándose con las siluetas, con los relatos. De algún modo, esa segunda parte se podría asemejar al preludio en una orquesta o al telonero de un concierto, si se me permite la analogía… Y sin embargo, encontré lectores a los que les fascinó más esta parte de «notas» que la anterior, y viceversa, y también están aquellos que entendieron y disfrutaron del conjunto. Además, aunque el libro tiene un orden, se podría leer de forma desordenada ya que el conjunto en sí mismo se adentraría en lo que podríamos llamar una «literatura fragmentada», en un dietario y una antología de cuentos. Al final el libro no tiene más pretensión que la de establecer preguntas, las que el mismo lector decida y quiera, y por ello mismo el orden no importa.
M – La obra está plagada de referencias culturales; se aprecia un “fondo de armario” muy amplio. ¿Qué influencias consideras más importantes?
J – Bueno, supongo que son las que me acompañaron asimismo a lo largo de mi vida, a través de las lecturas y los años. No soy «de listas», pero te puedo decir que dentro del mismo aparecen todos aquellos autores que han dejado huellitas permanentes en mí como Cervantes, Kafka o Cortázar, y tantos otros. Sin embargo, no es lo único, es solo la punta del iceberg. Hay una parte muy «ensayística» dentro del texto, tal vez incluso académica, que entiendo que pueda haber lectores a los que despiste; sin embargo, a mí me pareció pertinente en el sentido de lo que decía antes, no porque el lector no sepa «leer» por sí solo, sino porque me pareció interesante ese juego de estar permanentemente rompiendo la cuarta pared, donde el «director de orquesta» (que podría ser alguien diferente a la persona que lo ha escrito) estaría probando o ensayando sobre diferentes notas, acordes y músicas antes de que comenzara la función. Si alguien las considera prescindibles, puede sencillamente saltárselas y leer los cuentos. El libro tiene esa parte bastante ensayística que podría asemejarse un poco a una clase magistral de literatura, y supongo que esto tal vez venga influenciado también por mi labor como docente… o a mi placer por el ensayo.
M – Los matices y la originalidad que presentan los personajes es otro de los puntos fuertes de la obra. ¿Qué proceso sueles seguir para crearlos?
J – Creo que nunca he pensado en ello. Realmente no los conozco hasta que, valga la redundancia, los voy conociendo. Creo que, como pasará (supongo) con los hijos, ellos «se hacen a sí mismos» por el camino, y tú solo los guías, los diriges… Si los personajes son, en definitiva, un crisol de todo lo que has sido tú en tu vida o lo que también lo ha sido la gente que te rodea, quiero entender que en muchos de ellos hay mucho de toda la gente que ha dejado esa huella indeleble en mi vida, para mal o para bien… O sea, no sigo ningún proceso. Creo que eso los mataría antes de que estén «vivos».
M – Hablemos del género. ¿Qué crees que aporta el cuento o relato breve? ¿Por qué lo elegiste?
J – Vivimos del «atracón» de novelas, lo que creo que también ha hecho mucho daño a la literatura como «arte», tal vez por injerencias del mercado… Autores que intentan escribir más de cien páginas porque una editorial lo «exige» o porque tiene la sensación de que, si no, «se quedaría corto», o porque si lo hace así encajará en uno u otro género… Creo que nunca entendí muy bien esto, porque además yo nunca he escrito con un fin decidido. Quiero decir, que siempre que escribí lo hice hasta que mi mente me dijo «basta», en el sentido de que ya estaba dicho lo que quería decir. Solo luego, en última instancia, me doy cuenta de si «eso» pertenece a un poema, un cuento, un relato largo, un ensayo u otra cosa. Por tanto, déjame pecar de «romántico» una vez más, creo que yo no elegí nunca hacer cuentos, sino que ellos me eligieron a mí. De algún modo, pienso que la literatura breve, precisamente por su necesidad de ser precisa, evita (o tiende a evitar) el exceso, lo innecesario, la búsqueda permanente por la «palabra exacta de las cosas»… lo que también, a diferencia de lo que se piensa, posiblemente haga al cuento o al relato breve un género más difícil, en según qué casos, de componer. Tengo la sensación de que crear fatiga, impacto, sorpresa, incertidumbre, temor, amor… o inspirar tanto lo salvaje como lo siniestro en cualquier lector, debe ser más complejo cuantas menos páginas presente un texto. Pero tampoco estoy cien por cien seguro de esto.
M – Por último, una pregunta atrevida: si tuvieras que elegir un relato, ¿cuál sería y por qué?
J – Detesto estas preguntas e intuyo que lo sabes y por eso lo has dejado para el final… Y como quedaría fatal que no la respondiese, voy a hacerlo. Tal vez sea la primera y la última vez que responda de manera exacta este tipo de preguntas. Hace mucho tiempo que lo leí y tal vez hoy día no pensaría lo mismo, pero durante mucho tiempo me tuvo en vilo y pensando un relato de Edgar Allan Poe titulado «El gato negro», posiblemente por los escalofríos a los que me condujo, lo que tal vez sea una de las cosas más difíciles de la literatura. Esto, en el sentido de lo que este arte debe brindar al que lee en dosis de asombro y emoción, está todo ahí. Ahora bien, en cuanto a la construcción de un cuento perfecto… pienso desde hace muchos años (y cuanto más lo leo más me convenzo de ello) que esto puede encontrarse en un pequeño relato de corte maravilloso que descubrí en una antología de literatura fantástica compilada por Borges, Casares y Ocampo. El texto se titula «Sennin» y está firmado por un escritor japonés el cual, hasta leer aquel texto, no tuve el gusto de conocer: Ryunosuke Agutagawa. Creo que ese cuento, desde la primera letra al último punto, condensa todo lo que se le debería pedir a un buen cuento y, una vez más, habla de la esencia primaria de la literatura, que no es otra que la de hacernos posible lo imposible, que, en fin, la de hacernos más fuertes.
“la memoria es un milagro en el que anidan las cosas simples […]”
(Zel Cabrera, Cosas comunes)
La poesía puede ser sencilla en su forma y, no obstante, transmitir un mensaje profundo. El poemario Cosas comunes, de Zel Cabrera (México, 1988), publicado en Ediciones Liliputienses en 2020, constituye una clara demostración de esta idea. Se trata de una obra accesible para cualquier lector y no necesariamente para un lector del género poético, gracias a su sencillez externa, que a veces llega al punto de parecer más una narración o una exposición de la voz lírica, como si la poeta estuviera hablando directamente con sus lectores. Esa espontaneidad, esa cercanía, combinada con el mensaje, es lo que produce, en el caso que nos atañe, el efecto tan anhelado de la identificación entre lector y autor.
Cubierta de Cosas comunes, de Zel Cabrera (Liliputienses, 2020)
A través de sus versos, Zel Cabrera abre las puertas de su mundo particular a sus lectores. Nosotros tomamos su mano y vamos avanzando página a página, distraídos con su cotidianidad, conociéndola poco a poco, igual que cuando comienzan las amistades. De hecho, al terminar el libro la sentimos cercana: deja de ser la autora, ese ente abstracto habitante tras los versos, para convertirse en Zel, un ser humano que sufre, que disfruta; que vive, en suma. Una persona con miedos, con deseos, con pequeñas manías, amante de los perros y del ruido de los aviones. Un ser imperfecto y acogedor que se va perfilando en cada poema.
Esta obra es, en cierto modo, una declaración de intenciones de la escritora. Con valentía, hace acto de presencia en sus poemas, se desnuda, líricamente hablando, ante sus lectores. No esconde sus angustias en símbolos o en metáforas: cuando está triste, así lo manifiesta, aunque confunda la tristeza con el cansancio o con el hambre y su perro, esa personificación de la inocencia, sea el único capaz de distinguir sus emociones. Hay sabiduría en la sencillez, parece recordarnos. También habla a menudo de su madre, desesperada por llevarla por el camino de la rectitud, o de su padre, más políticamente incorrecto, que de madrugada canta boleros y ve combates de boxeo. Incluso de su abuelo, o de la ausencia de su abuelo, reflexionando así sobre la muerte con precaución, incluso con miedo que no trata de ocultar. Con el mismo cuidado se acerca al amor, aunque defiende que “no es bueno pronunciar amor / cuando el silencio es la palabra”. Para ella, la poesía no puede abarcar la magnitud del sentimiento.
La voz lírica de la autora se presenta como una joven de carne y hueso, corriente y, al mismo tiempo, distinta. Se esfuerza por marcar esa línea desde el principio: la separación entre “los otros” y ella. Ella como creadora, como dueña de una visión que dista del resto: “Porque las mujeres como yo, se casan con sombras / y polvo que se consuela entre los libros, / porque no sé tejer bufandas, / ni rebanar pimientos”, “Yo también lavo mi ropa los domingos, / la tiendo toda en el balcón / sin miedo a las miradas indiscretas”. La poeta se retrata, así, como políticamente incorrecta –más parecida a su padre que a su madre–, pero fiel a la verdad sobre sí misma. Y refleja esa verdad en todos los poemas, pero quizá especialmente en su magnífico y sincero “Autorretrato”: “Escribo que tengo 27 años y todavía le temo / a las escaleras sin barandal”.
Escribía anteriormente que los lectores vamos avanzando por sus versos distraídos con su cotidianidad, atraídos por esta cercanía, pero frecuentemente nos vemos obligados a detenernos en la lectura; cuando nos topamos, de repente, con una reflexión profunda, disimulada entre esas cosas cotidianas. El libro, de hecho, está plagado de este tipo de reflexiones, por lo que consigue elevar lo rutinario a un plano espiritual, lírico. Lo hace a través de símbolos desvelados, de metáforas próximas al aforismo o, incluso, a la greguería: “La ropa íntima es esa verdad a media voz que se susurra, como un secreto”, “Las tijeras son una goma borrando los lugares en los que la memoria ya no paseará”, “ese encanto de partir un pliego en dos como un Moisés dividiendo el mar negro”, “las velas son un faro en miniatura que soplo y apago para perder la ruta”, “El autobús es una maquinaria de objetos perdidos, grabado en el epitafio de los condenados a la espera”.
Por último, a lo largo de la obra no dejamos de notar el acervo cultural de la poeta, cuando los personajes de Shakespeare, Julio Verne o Jack Keroauc aparecen tranquilamente por sus versos, como flotando, o cuando hace alusión a algún mito, como el de Sansón y Dalila, para asociarlo a un acto tan cotidiano como cortarse el pelo.
De este modo, Zel Cabrera simplifica las reflexiones más hondas, los sentimientos más profundos; los envuelve de una aparente sencillez que atrae al lector. Porque la poesía, finalmente, es conseguir partir de la experiencia personal para alcanzar un mensaje universal.