“la memoria es un milagro en el que anidan
las cosas simples […]”
(Zel Cabrera, Cosas comunes)
La poesía puede ser sencilla en su forma y, no obstante, transmitir un mensaje profundo. El poemario Cosas comunes, de Zel Cabrera (México, 1988), publicado en Ediciones Liliputienses en 2020, constituye una clara demostración de esta idea. Se trata de una obra accesible para cualquier lector y no necesariamente para un lector del género poético, gracias a su sencillez externa, que a veces llega al punto de parecer más una narración o una exposición de la voz lírica, como si la poeta estuviera hablando directamente con sus lectores. Esa espontaneidad, esa cercanía, combinada con el mensaje, es lo que produce, en el caso que nos atañe, el efecto tan anhelado de la identificación entre lector y autor.

A través de sus versos, Zel Cabrera abre las puertas de su mundo particular a sus lectores. Nosotros tomamos su mano y vamos avanzando página a página, distraídos con su cotidianidad, conociéndola poco a poco, igual que cuando comienzan las amistades. De hecho, al terminar el libro la sentimos cercana: deja de ser la autora, ese ente abstracto habitante tras los versos, para convertirse en Zel, un ser humano que sufre, que disfruta; que vive, en suma. Una persona con miedos, con deseos, con pequeñas manías, amante de los perros y del ruido de los aviones. Un ser imperfecto y acogedor que se va perfilando en cada poema.
Esta obra es, en cierto modo, una declaración de intenciones de la escritora. Con valentía, hace acto de presencia en sus poemas, se desnuda, líricamente hablando, ante sus lectores. No esconde sus angustias en símbolos o en metáforas: cuando está triste, así lo manifiesta, aunque confunda la tristeza con el cansancio o con el hambre y su perro, esa personificación de la inocencia, sea el único capaz de distinguir sus emociones. Hay sabiduría en la sencillez, parece recordarnos. También habla a menudo de su madre, desesperada por llevarla por el camino de la rectitud, o de su padre, más políticamente incorrecto, que de madrugada canta boleros y ve combates de boxeo. Incluso de su abuelo, o de la ausencia de su abuelo, reflexionando así sobre la muerte con precaución, incluso con miedo que no trata de ocultar. Con el mismo cuidado se acerca al amor, aunque defiende que “no es bueno pronunciar amor / cuando el silencio es la palabra”. Para ella, la poesía no puede abarcar la magnitud del sentimiento.
La voz lírica de la autora se presenta como una joven de carne y hueso, corriente y, al mismo tiempo, distinta. Se esfuerza por marcar esa línea desde el principio: la separación entre “los otros” y ella. Ella como creadora, como dueña de una visión que dista del resto: “Porque las mujeres como yo, se casan con sombras / y polvo que se consuela entre los libros, / porque no sé tejer bufandas, / ni rebanar pimientos”, “Yo también lavo mi ropa los domingos, / la tiendo toda en el balcón / sin miedo a las miradas indiscretas”. La poeta se retrata, así, como políticamente incorrecta –más parecida a su padre que a su madre–, pero fiel a la verdad sobre sí misma. Y refleja esa verdad en todos los poemas, pero quizá especialmente en su magnífico y sincero “Autorretrato”: “Escribo que tengo 27 años y todavía le temo / a las escaleras sin barandal”.
Escribía anteriormente que los lectores vamos avanzando por sus versos distraídos con su cotidianidad, atraídos por esta cercanía, pero frecuentemente nos vemos obligados a detenernos en la lectura; cuando nos topamos, de repente, con una reflexión profunda, disimulada entre esas cosas cotidianas. El libro, de hecho, está plagado de este tipo de reflexiones, por lo que consigue elevar lo rutinario a un plano espiritual, lírico. Lo hace a través de símbolos desvelados, de metáforas próximas al aforismo o, incluso, a la greguería: “La ropa íntima es esa verdad a media voz que se susurra, como un secreto”, “Las tijeras son una goma borrando los lugares en los que la memoria ya no paseará”, “ese encanto de partir un pliego en dos como un Moisés dividiendo el mar negro”, “las velas son un faro en miniatura que soplo y apago para perder la ruta”, “El autobús es una maquinaria de objetos perdidos, grabado en el epitafio de los condenados a la espera”.
Por último, a lo largo de la obra no dejamos de notar el acervo cultural de la poeta, cuando los personajes de Shakespeare, Julio Verne o Jack Keroauc aparecen tranquilamente por sus versos, como flotando, o cuando hace alusión a algún mito, como el de Sansón y Dalila, para asociarlo a un acto tan cotidiano como cortarse el pelo.
De este modo, Zel Cabrera simplifica las reflexiones más hondas, los sentimientos más profundos; los envuelve de una aparente sencillez que atrae al lector. Porque la poesía, finalmente, es conseguir partir de la experiencia personal para alcanzar un mensaje universal.